No era la primera, ni la segunda, ni la quinta vez que una
persona me recomendaba ese libro, pero nunca parecía que me fuera a apetecer.
Fue necesario un vuelo de diez horas de duración, y un
tremendo “con qué me entretengo yo ahora”, para coger el libro que llevaba mi
novio encima y leérmelo mientras el resto de los pasajeros disfrutaba del sueño
que me esquivaba a mí.
Me encantó, lo devoré.
Fue una forma
distinta de ver la situación del mundo, en un hipotético caso de destrucción, y los
consiguientes cambios irremediables en política, geografía y cultura.
No os voy a contar lo que dice el libro, ni qué libro es,
porque no me pagan por publicitar (ojalá), pero sí os voy a comentar una idea
que me encantó por lo dura y real que me pareció.
El miedo vende.
Así es. El miedo.
Miedo a no tener algo, miedo de quedarnos atrás con respecto
a los demás, miedo de ser distinto.
Miedo a ser juzgados.
Nos planteaba preguntas tan simples como “¿te compras comida
para llenar la nevera por necesidad o por miedo a que te falte algo en una circunstancia
especial?” “¿compras siete camisetas iguales pero de distinto color por necesidad
o por miedo a que te vean repetir de modelo?” “¿aceptas a todos en Facebook porque
te caen bien o por miedo a que te juzguen de antisocial o borde?”.
Entiendo que puede valorarse cierta demagogia en algunas de
estas preguntas, o incluso escepticismo.
Pero no nos engañemos.
Estamos controlados por nuestras emociones, y no hay emoción
más experimentada que el miedo. Sentimos miedo a diario.
Desde miedo a perder el bus a miedo por quedarnos sin
batería en el móvil.
¿Es bueno entonces el miedo? ¿Es necesario? ¿Deberíamos
hacer algo para cambiar esto?
Como defensora absoluta de la expresión emocional no creo
que debiéramos reprimirlo, pero si transformarlo.
No podemos evitar sentir miedo al enfrentarnos a las circunstancias
de la vida, pero podemos convertirlo en algo positivo. Debemos dejar de tener
miedo a ser juzgados y empezar a tener miedo de no ser mejores personas para
con los demás.
Hay que tener miedo de que se nos olvide invitar a desayunar
al mendigo que hay en la puerta de una iglesia, o tener miedo de olvidarnos
sujetar la puerta a la anciana que viene detrás caminando.
Tener miedo a no dar ejemplo y a no convertirnos en alguien
que sea indispensable para la sociedad generosa que debemos crear.
Vamos a por ello, miedicas.