He ido muchas veces, pero cada viaje me parece una novedad. Mil
rincones a los que ir, cientos de lugares que parecen nuevos por muchas veces
que te asomes por ellos. Desde Bond Street
con su elegancia hasta Candem Town con su histrionismo. Desde los elementos que
todo turista ha de ver, hasta los rincones a los que solo se asoman los
aventureros y confiados.
Su color, su gente, su clima, su acento, su cercanía al mar,
su idioma… me vuelve loca. No se por qué.
También las anécdotas que rodean los viajes que he realizado
allí, pues una servidora ha vivido romances, ha pasado un día en la cárcel, ha
salido por los bares de los que huiría en Madrid y ha pasado por momentos tan bizarros y mágicos,
que han convertido la capital inglesa en una segunda casa.
Este sentimiento ha resurgido al organizar un viaje y saber
que, antes de empezar la locura, pasaremos dos días en Londres. ¡Dos días!, en
dos días me da tiempo a ponerlo todo patas arriba, disfrutar de las actuaciones
de Covent Garden, admirar Picadilly, perderme por lo menos una vez cada vez que
cojo el metro y comer “fish and chips” que no me gustan, pero siempre vuelvo a
comprarlo por si “ha cambiado el sabor”.
¿Cómo no me va a gustar la patria de Banksy, el Beefeater,
los Beatles, la lluvia, los taxis dignos de ser coche oficial de la reina, el
movimiento indie, los museos señoriales y
el té?
Estoy esperando que llegue este viaje con la ilusión que
espero que me toque el Euromillón (que no me toca por rezar demasiado para que
me toque, os advierto) o con la que los niños pequeños ponen los tres vasos y
los turrones la noche del cinco de enero. Volveré a escribir sobre Londres según
vuelva del viaje, con los ojos iluminados de emoción y alguna que otra anécdota.
Solo espero que el resto de lugares que visitemos sean, por lo menos, un tercio
de geniales para mí.