jueves, 7 de noviembre de 2013

Mi convivencia vecinal

Yo no era muy consciente de lo que es vivir en comunidad.

Siempre he vivido en piso, pero la responsabilidad de aguantar al resto de los vecinos era de mis padres. 

Eran los adultos. Los pringaos.

 Yo vivía feliz y ajena a lo que supone compartir un bloque de pisos. No pensaba rodearme con gente que no es ni remotamente parecida a mí, y que encima tiene ganas de “jarana”.

Pero la vida da muchas vueltas.

Yo me independicé -que pesada Sara, eso ya lo saben- y desde entonces he pasado a ser del club de los pringaos. De los que tienen que convivir. De los que no les vale vivir cerca de otros, sino que encima hay que aguantarlos.

Mi bloque es muy cuqui y por cuqui me refiero a pequeño. Creo que debo de bajar la media de edad en unos sesenta y cuatro años. Pero eso no impide que los vecinos quieran comunicarse.



Os voy a contar los rasgos más característicos de mis vecinos.


El vecino porrero: vive unos pisos por debajo de mí (eso seguro porque yo vivo en el último piso), aunque no se exactamente dónde. Eso no me impide, cada vez que abren la puerta de su casa, experimentar cómo el olor a porro impregna todo el bloque. No os miento si os cuento que cogiendo el ascensor más de una vez me he colocado.
Y amigos míos también.
No es del todo un incordio, que hay días que con el colocón te olvidas de tus problemas, pero entra en la lista de mis vecinos peculiares.

La “malfo”: o “pocofo” o “hacemuchoquenofo” porque ya tiene una edad. Esta  mujer centra su vida de dar por saco. Como yo soy la novedad, pues se ha decantado por mí. 
Decidió contar a los vecinos que soy una golfa y una porrera. SIN PRUEBAS. Digo yo, que si me acusa de algo, al menos que tenga datos para contrastar.
Que no digo que sea nada de eso, Dios me libre de ganarme la vida de mala manera, pero el perjurio es pecado y esta señora está más cerca del otro barrio que de este.
Lo que me consuela es que no es solo conmigo y que está de juicios con otros tres vecinos.
Toma ya.
Unos viejos pasan el día sentados en el parque, otros mirando las obras, y esta de juicio en juicio.
Menos mal que no vive sobre mí, que tiene fama de echar lejía a la ropa tendida de los demás.

La pareja cotilla: dignos abuelitos pegados a la mirilla de su puerta esperando  oír o risas, o gritos. En cuanto los oyen, (ojo “cuidao”)  se acercan a la puerta en cuestión para escuchar. A saber lo que saben de cada uno de los vecinos.

La “voyeur”: empezó siendo la simpática. La que se ofrecía a hacerme un tiramisú para una fiesta, la que decía que no nos preocupásemos por la “malfo” (obviamente ese nombre no lo usaba) que está como una carraca. 
Yo bajé la guardia y fui lo más simpática que puedo ser.
Y la cagué. Vamos que si la cagué.
Da igual la hora a la que salga por la puerta de casa. Ella lo intuye, o lo oye, o tiene un aviso luminoso, el caso es que abre su puerta en bata y empieza con el interrogatorio.
Dónde vas, y por qué a estas horas, y qué bien, y a ver cuando haces otra fiesta con tus amigos.

Tengo miedo.

Los demás vecinos son para otro día, que como veis, aquí hay para dar y regalar.

Os invito a conocerles.

 Igual monto un tour en el bloque y voy puerta por puerta presentándoos a la gente. Como si fuéramos chinos y yo fuera la china guía, esa que va con la banderita en alto para que no os perdáis mientras caminamos.


Me lo estoy planteando seriamente

miércoles, 11 de septiembre de 2013

"En la parra man"

Con esto de grado, Bolonia y la madre que los parió, a todos nos pillan de nuevas los cambios. Pero, aunque solo sea porque les pagan, los profesores deberían estar más al loro.

Yo hoy, me centraré en mi querido tutor de proyecto de fin de carrera.

El nombre en clave que usaré es “en-la-parra-man”.

“En-la-parra-man” nos pidió al principio de la temporada que le mandásemos por correo un borrador con nuestro comienzo de proyecto, las ideas de las que queríamos partir.

Principio de proyecto es febrero.

Pues bien, intenté enviarle el proyecto repetidas veces. Y el correo lo denegaba. Lo intenté con las técnicas del ignorante (si aprietas treinta millones de veces el botón de enviar, llegará).

Como mi técnica infalible no funcionaba, lo imprimí y me personé en su despacho. Durante seis días. En su horario de tutoría. No estaba.

Cambié de técnica. Llamarle todos los días a horas diversas para ver si le localizaba. Un día me cogió el teléfono. Su compañero de despacho. Le dejé el siguiente recado: “dígale, por favor, que se ponga en contacto conmigo porque el correo no me deja enviarle el borrador”.

Las dos semanas siguientes mezclé todas mis técnicas. Enviar fallídamente el correo, ir a su despacho a ver si aparecía, llamadas al despacho.

Rien de rien.

Hasta que, milagros de la vida, coincidimos en su despacho.

-Hola, buenas tardes, vengo a entregarle el borrador de mi proyecto.
-No te lo cojo, llegas varias semanas tarde
-No, he intentado contactar con usted y nunca coincidíamos
-¿Ah, sí?,¿me has mandado correo?
-Sí, pero me salía como error
-¿Me has llamado al despacho?
-Sí, pero no estaba en sus horas de tutoría
- Y… ¿me lo has metido en mi buzón?
-No, porque no tiene
-Ah
-Como comprenderá no podía hacer nada si el correo no funciona, usted no me coge el teléfono y no le encuentro en el despacho
-Pues… fallo tuyo porque no has agotado todos los medios. No me lo has enviado por carta

Le miro. Miro el trabajo. Le vuelvo a mirar esperando que diga que es una broma. Dejo el trabajo en la mesa de “en-la-parra-man” y me marcho sin palabras.

Hoy, tras haber entregado el trabajo hace cuatro meses (ya tengo la nota y todo), me llama y me dice que se había olvidado de informarme de que si no subo el trabajo al correo de la universidad antes de mañana es como si no lo hubiera hecho.

Hoy me avisa.

Tengo la nota del proyecto desde el 7 de Junio.




Gracias Dios, por poner en mi camino a personas como “en-la-parra-man” y poder comprobar que les va bien en la vida y tienen familia y trabajo. Me hace ver la luz al final de mi túnel. 

miércoles, 4 de septiembre de 2013

A las generaciones venideras

Todos deberíamos plantearnos el legado que vamos a dejar a las generaciones futuras, cómo vamos a influir en ellas. Yo, por mi parte, dejaré por escrito lo que desearía con toda mi alma que mis hijos hicieran.

No se cómo será la vida, pero de lo que estoy segura es que seguiremos siendo emociones y sensaciones.

Como siempre digo, seguid leyendo con la canción puesta, por favor. 



A las futuras generaciones:

Respetad a vuestros mayores. Tratadles como queréis que os traten cuando lleguéis a su edad. Dejadles el asiento en el autobús, ayudadles a cruzar la calle, escuchadles pacientemente. Atesorad lo que os cuenten, está lleno de experiencia y sabiduría.

No os apeguéis a cosas materiales. Se irán, como se va todo lo que podemos tocar con las manos.
Compartid, sed generosos en actos y en palabras. Sentid que la sensación de actuar bien es muy superior a tenerlo todo.

Leed. Leed muchísimo, pero no os dejéis llevar sólo por lo novedoso. Explorad de Platón a Unamuno, de Noah Gordon a Roal Dahl. Sed cultos para poder usar la palabra como defensa ante situaciones que lo requieran.

No permitáis el miedo en los ojos de nadie, no creáis tanto en la democracia como en amar a los demás.

Luchad por los ideales que os inculcaron, porque no basta con sembrar, hemos de regar lo cultivado.

Viajad. Explorad culturas, religiones, formas de vida y costumbres, todo ello os hará tolerantes y libres.

Sonreíd mucho y a todas horas. Regalad alegría.



Valorad lo que vuestro entorno hace por vosotros, no necesariamente hay que entender lo que hacen para saber que lo hacen por nosotros.

Estudiad lo que os haga felices y no lo que os digan.

No juzguéis a nadie por su aspecto o su actitud. Aprended a convivir en un entorno diverso, respetad, pero defended vuestros valores.

No os acomodéis. Luchad siempre por mejorar.


Y lo más importante, decídselo a las generaciones que os sigan. 

sábado, 31 de agosto de 2013

Un premio Nobel

Me da lo mismo blanco que negro, hombre que mujer, joven que viejo. Un Nobel de la paz no va a la guerra. Ni amenaza con ella.

Ya basta de justificar la guerra como la forma de llegar a la calma, todos sabemos que es por intereses económicos y territoriales. Y por estúpidos enfrentamientos entre unos y otros países de los que se consideran primeras potencias mundiales.

Vergüenza tendría que darles estar vendiendo armas a los países más pobres del planeta y luego escandalizarse porque estallan guerras civiles.

¿A qué nivel de cinismo hemos llegado cuando nos creemos que podemos llegar a un sitio e imponer nuestras propias normas? ¿Qué es eso de amenazar con bombardear DURANTE TRES DÍAS una ciudad agotada de sufrir ataques de sus propios ciudadanos?

Hasta qué punto egoísta hemos llegado si lo único que nos interesa es el poder (en cualquiera de sus formas) y lo enmascaramos haciendo creer al resto de la gente que son actos de buena fe.

Y lo que más indignada me tiene… ¿por qué los países pudientes se comportan como los padres autoritarios de los países más pobres?

Claramente, algo hay que hacer para frenar esta locura de ataques químicos contra la población civil de Siria, pero la guerra no se acaba con más guerra.  El terror no finaliza asustando. 

Los países del primer mundo llegamos allí, luchamos, vencemos o no, volvemos, o nos quedamos un tiempo y defendemos. Pero el horror de la guerra se queda allí en forma de pérdidas familiares, casas derruidas, un pasado lapidado por los restos.

Se queda allí para siempre.

Luego todos nos conmovemos con la foto de los niños cabizbajos, llenos de polvo y con ropas roídas. Pero esa foto no se habría tomado de no ser porque seguimos peleando con armas y solucionando los conflictos a través de amenazas.

Uganda, Bosnia, Afganistán. Es llegar el primer mundo, marear un poco la perdiz, y dejar las cosas peor de lo que estaban. Pero eso sí, nos contentamos con pensar que la intención es lo que cuenta, ¿no?

Un Nobel de la paz no va a la guerra. Un Nobel de la paz no amenaza con atacar. Un Nobel de la paz no justifica el sufrimiento.


Un Nobel de la paz con dos dedos de frente devuelve el premio si no es coherente con él. 


viernes, 16 de agosto de 2013

Por trece céntimos

Volvía yo a mi casa esta mañana feliz de haber hecho todos los recados, con un par de lienzos nuevos para entretenerme en casa y pensando qué hacer para comer porque, para variar, se me ha olvidado descongelar comida y ya ves tu que pereza otra vez arroz. 

Llego a la parada de autobús, miro la pantalla de horarios.

Quince minutos enteros y verdaderos para que llegue el bus. Madre del Señor, cómo se nota agosto en la capital.



Apoyo los lienzos en la pared, saco los cascos, voy a poner música… y le veo. Vamos que si le veo. Con su carpetita y su chaleco, elementos distintivos de aquellos que quieren que te afilies a su causa.

Esa gente a la que siempre ignoramos o evitamos, o nos inventamos que ya somos socios o nos hacemos pasar por extranjeros (yo cuelo por sueca, vosotros no se).

Pero hoy no me perseguía nadie y tenía quince minutos para verlas venir, así que hemos charlado un rato.
Al principio yo muy fría, total, era hasta que viniera el bicho rojo con ruedas e irme corriendo diciendo que ya me lo pienso y me hago socia por internet.

Me fijo en su mano. Tiene una bolsa pequeña con algo pastoso dentro. El chico se da cuenta y me lo da.
“Es lo que comen los niños de los campos de refugiados. Tres bolsas al día de esto tienen los nutrientes básicos para un día”, me dice.

Me quedo helada. Tres jodidas bolsas al día de eso para no morir desnutridos. Para vivir.

Me dice el chico, aprovechándose de mi estado catatónico y pensativo, que son doce euros al mes y que si me hago socia.

Doce euros al mes, son trece céntimos la bolsita. Trece céntimos por comida. Poco más de cincuenta céntimos diarios para comer y poder hacer algo para su futuro.

Me he hecho socia, claramente. Basta con tocarme la fibra sensible (ya van tres ONG en lo que va de año, ya les vale, al final voy a acabar manteniendo yo la lucha contra la pobreza en el mundo).


Pensadlo, por favor. Doce euros al mes para salvar una vida. Pequeños actos que hacen de nosotros mejores personas y un mundo un poco menos desigual. 

jueves, 8 de agosto de 2013

Nos gusta equivocarnos

Somos animales de costumbres. Tanto de las buenas como las malas.

Cuando rellenamos encuestas tenemos que tachar los apellidos porque no habíamos visto que se escribían en el renglón siguiente, repetimos de discoteca aun a sabiendas de que vas a beber matarratas y la posibilidad de despertarte en un carguero rumbo Noruega es factible, nos volvemos a poner esos tacones tan ideales que no son más que cuchillas muy maquilladas, volvemos a meternos el trozo de pizza en la boca porque igual ya no quema… y si, quema igual.

Pero no nos importa.

Porque equivocarse da pie a anécdotas, nos empuja a pensar y plantearnos cosas, nos ayuda (a algunos más que a otros) a buscar soluciones a aquello que nos inquieta.

Y en verdad nos gusta equivocarnos, y que los demás lo hagan. Sobretodo que los demás lo hagan.

Yo, aunque parezco una persona dulce y tierna, soy una mala perra a la que le gusta reírse del error ajeno más de lo necesario. De hecho, cada vez que voy a un museo lo que más me gusta hacer es mirar al techo y ver como la gran mayoría de los ahí presentes me imitan (supongo que pensarán que hay algo interesante, angelicos), o si veo una baldosa suelta en la acera, me siento en un banco y cuento la gente que se tropieza.

Sí, soy lo peor, pero como yo doy tanto pie a mofa con la de veces que me confundo al día, es mi dosis de venganza social general.

Al fin y al cabo, como siempre digo, estamos compuestos de pequeñas cosas y todo, incluidos los errores, confusiones, caídas, tropezones, incongruencias… nos conforma y nos hace tal y como somos.

Y los que se creen perfectos o alardean de ello es que no se han caído en público las veces necesarias para ser considerados personas



y con todo ello, qué genial es ser así de imperfecto. 


martes, 6 de agosto de 2013

Me he enamorado

Me he enamorado.

Tengo facilidad para ello, de hecho me paso el día enamorándome de cosas fútiles, tangibles, caducas.

Dato: No sigáis leyendo sin escuchar a la vez la canción.


 Me enamoro de la luz de Madrid cuando está amaneciendo tras una noche en vela, porque me he bebido dos botellas de dos litros (“ojo-cuidao”) de Coca-Cola para acabarme la cuarta temporada de “Sons of Anarchy”, de la cual también estoy enamorada.

Me enamoro de los vinilos y la sensación de antigua  belleza y aprecio que me producen. Me enamoro del sonido del reproductor y de cómo la aguja roza el enorme disco para tocarlo sin herirlo. Me enamoro de las portadas de los vinilos que poco a poco estoy adquiriendo.

Me enamoro de la música, de la que uso para relajarme, para bailar, para cocinar o para salir de fiesta. Me enamora la necesidad de escuchar música.

Me enamoro de la risa de mis amigos entre tintos de verano y olor a fritanga del bar de abajo.

Me enamoro de la sencillez del niño que había en el metro que saludaba a todos los pasajeros fueran como fueran. Cosas que tiene la inocencia infantil, que no distinguimos ni razas, ni estatus ni capacidad intelectual o económica.

Me enamoro del maletín de pinturas que me regalaron por mi cumpleaños y que uso para pintar cuadros que luego comparto con mis amigos para ver lo que les produce o despierta, (“pero qué es eso, Sara, no se entiende nada”).



Me enamoro de sus reacciones. Me enamoro locamente de mis amigos y doy gracias por tenerlos.

Me enamoro de los mensajes de whatsapp inesperados y de los emoticonos absurdos (bendita berenjena).

Me enamoro de una Batucada improvisada en plena calle que nos lleva a bailar como locos entorno a ellos mientras suenan instrumentos de percusión imposibles de pronunciar incluso sobrios.

Me enamoro del color de los árboles y del movimiento del agua del mar.

Y  soy muy feliz. Feliz de ser capaz de enamorarme constantemente de cosas que me alegran y me aportan paz interior. Soy feliz porque lo puedo compartir con los que quiero y con los que ni siquiera conozco.


domingo, 26 de mayo de 2013

Mis sitios de Madrid

Me preguntaron hace pocos días que a qué tribu o grupo social pertenezco.

Creo que es lo más horrible que me han preguntado nunca. Como si fuera catalogable.

Aunque con pocas ganas, me puse a pensar cómo responder a dicha pregunta evitando el sarcasmo, y llegué a la conclusión de que no se siquiera si pertenezco a algún grupo. Me voy quedando con cosas de unos y de otros, me gusta mezclar lo bueno de cada uno (no necesariamente de todos, Dios me libre de acercarme a los canis).

Os lo voy a demostrar presentándoos mis sitios favoritos para ir de juerga por la capital. Son distintos en música, ambiente, gente, zona… y todos me vuelven loca. Lo único que tienen en común es que los frecuento por la noche.

La sala el Sol: Situado en plena calle montera, discoteca que cuando vas por primera vez crees que has descubierto una novedad, y al contarlo te das de bruces con que “a ese sitio he ido yo de joven” (un adulto de la familia, lo cual te hace plantearte a qué lugares iban tus familiares cuando eran jóvenes. No son tan formales como te hacen creer). Tanto la entrada con la escalera en forma de caracol, como estar en una discoteca con luz, como la música, el ambiente de gente que aparentemente no ha estado cincuenta y seis minutos pensándose un look que parece desaliñado… todo el conjunto te descoloca y te incita a hacer el idiota más de lo normal. Pierdes la vergüenza, te das al copazo y a bailar como si estuvieras en Woodstock.

Este sitio, al que voy con mis compañeras de la universidad (con las que he vivido momentos tan bochornosos como que nos echen de una discoteca, o tener que irnos corriendo de otra porque nos pillaron pagando con monedas de chocolate una copa debido a una apuesta) puedes adorarlo u odiarlo, no hay punto medio.


La Malquerida: Frente al templo de Debod. No es una discoteca, pero es un lugar perfecto para celebraciones, reencuentros, festejar que tienes trabajo, o que has cortado con tu novio, o quedar sin más con tus amigos. Es una digna cantina, donde puedes comer y beber como si no hubiera mañana y está dotado con los mejores daiquiris del país y parte del universo.

 Buen ambiente, los camareros son encantadores (mordí a uno en el brazo y siguen saludándome y atendiéndome, tienen que ser buena gente por narices), la música es actual y todos nos las sabemos y te sientes como en casa.


69 Pétalos: En la calle Alberto Alcocer. Es un lugar extraño. Extraño del horror y del averno. Pero es maravilloso. No hay edad media (como te descuides te encuentras a amigos de la mili de tu abuelo dándolo todo en la pista), no hay límite de desinhibición, no hay lógica, tu entras y esperas a ver qué se cuece esa noche en el lugar. Bailarines embutidos y carentes de vergüenza, personas caracterizando personajes (Ray Charles, Gandalf, Mario Bross, La Gallina Caponata… no tiene lógica en el exterior, pero ahí sí la tiene). Y cuando crees que nada puede impresionarte… sale el gato volador cruzando el techo de la discoteca mientras el Dj va narrando su recorrido.

No tiene desperdicio, no puedes no haber ido por lo menos una vez. Muchos amigos desearían haber ido solo una vez y haber evitado las demás. Otros muchos piden ir cada fin de semana en bucle desde el día que lo descubrieron. Hay que ir, esperando no esperarte nada.


Marvel : en la Plaza de la República Argentina. En la conocida cuesta de las discotecas. Musicón. Mucho niño bien y formal de los que te dice tu madre que busques y mucha niña mona (según mis amigos buenorras, pero espero que no las conozcan sin tacones y despintadas).

Apetecible y cómodo. Puedes ir tanto con un plan tranquilo de cervezas y a casa, como a salir y pre-quemar la noche (cierran antes de las cuatro). La estética del sitio es muy original y siempre ves caras conocidas (seguramente porque siempre vamos los mismos).

De entre todos los sitios que he nombrado, seguramente sea el sitio que más he ido los últimos meses. Seguramente porque en taxi desde mi casa es realmente poco dinero. economía pura y dura.





Y esto es todo por hoy. “La ruta del bacalao” de una servidora. No os cortéis en probarlos todos porque esto es como la comida: no puedes decir que no te gusta hasta que no lo pruebes al menos un poco. 

domingo, 28 de abril de 2013

Resaca


Tengo en casa un lienzo de más de un metro para pintar, una habitación que parece una post-batalla napoleónica y me pide a gritos que ordene, unos tuppers en la cocina necesitados de relleno para esta semana y un trabajo de fin de carrera perfectamente colocado sobre mi mesa de estudio.

Y yo estoy tirada en el sofá, con el pijama aun puesto (cuatro de la tarde, merezco un aplauso), viendo un programa de trajes de novia y con sensación de resaca.

Digo sensación de resaca porque ayer no bebí más que una botella de agua, y aquí estoy, incapaz de hacer nada de lo que debería o querría hacer un domingo. Lo único que he conseguido hacer, y considero una proeza, es ponerme música de Nina Simone y apagar la tele. Y me he replanteado mis hábitos de vida, pues “si mi cuerpo se cree que tiene resaca, será que le he malacostumbrado”.

A partir de ahora no voy a beber. Saldré de fiesta solo a bailar, pero ya no podré hacer mis bailes ridículos ni aberrantes porque cuando estoy sobria mi propia cordura me lo impide, no cantaré Kamela ni Raphael en los coches de mis amigos con la ventanilla bajada ni imitaré al Chiquito de la calzada.

Me voy a convertir en una señorita hecha y derecha, de esas que son capaces de salir con tacones toda la noche y no quieren amputarse los pies al llegar a casa. Esas que se despiertan y, como llegaron bien a casa, pudieron desmaquillarse y no se han despertado como si la noche anterior hubieran tenido un idilio con el payaso de McDonalds. Esas que recuerdan la noche completa y si se hicieron un moratón saben que fue porque alguien les empujó sin querer y no porque se tragaron la barandilla de la discoteca.

Crearé un grupo de jóvenes intelectuales, nostálgicos del  bluetropic con lima y la granadina con vainilla (si, pillines, sabéis a lo que me refiero) y quedaremos en las discotecas pero para hablar de ciencia y cultura. Impecables, sobrios, correctos. Seremos la envidia del día siguiente de todos aquellos que han intentado tentarnos con su sexto whisky mientras se tiraban al suelo a bailar algo que su subconsciente les hacía creer que era break dance.

Podré aprovechar el domingo para pasear, ir al retiro a patinar como siempre digo que quiero hacer e invitaré a mi familia a comer a mi casa porque la tendré impoluta y encima me habrá dado tiempo a cocinar una paella para siete.

Y seré tan feliz de haber conseguido aprovechar un único domingo, que no me importará volver a mi maravillosa vida de ameba después de una noche de salir de casa en tacones de quince centímetros y volver en bailarinas.

 Ya tendremos tiempo de dejar de hacer el idiota el día que no estemos aquí.



Nota mental: se nos está acabando el J. Walker en casa. Comprad cuanto antes. 

lunes, 1 de abril de 2013

Escocia


Miro por la ventana del tren.

Las 11 de la mañana, dirección Kingscross, Londres. Parece que el viaje empezó ayer y miradnos, de vuelta a casa. Maldigo mentalmente al “Paqui” que llevaba el bed-and-breafast de Edimburgo, porque no nos avisó del cambio de hora y de chiripa nos han salido las cosas bien.


Me giro, miro a mis dos compañeros de batalla, los dos inmersos en su agotamiento y cada uno luchando contra el cansancio a su manera (ella, intentando dormir algo; él, trasteando con la tablet). Vuelvo a mirar por la ventana.

¿Qué puedo contar de este viaje? 10 días entre Londres y Escocia, un coche, más de 800 millas recorridas, cada noche una ciudad distinta donde dormir, cada día un paisaje distinto que fotografiar. La sensación de bajar la ventanilla del coche y tocar la nieve con la mano, pues alcanzaba el metro sesenta de altura, los paisajes infinitos, los castillos antiguos, las ruinas de abadías y palacios que te transportaban al medievo. Cascadas y colinas, llanuras y montañas, ríos y lagos infinitos. 

Eso sí, un frío de padre y muy señor mío. Pocas veces he llorado de frío en este viaje para lo “dramaqueen” que soy para esas cosas.

Discos de música en bucle que compramos para hacer la gracia y a la segunda escuchada queríamos abrirnos las venas en canal (¿En serio hemos comprado el disco de ABBA?, ¿En qué momento nos pareció buena idea? ¿En qué momento nos pareció siquiera una idea?). Parada estratégica para comprar otros dos discos, uno que no voy a nombrar porque solo el nombre produce vergüenza ajena y otro de las canciones actuales.

Ha llovido poco, ha nevado mucho, el sol nos ha saludado en muchas más ocasiones de las que nos esperábamos y nos ha permitido disfrutar como enanos de cada momento. Era como ser parte del rodaje de una película de reyes en las cruzadas, de las batallas Jacobitas. 

No han faltado momentos de problema, como la vez que tuvimos que llevar el coche al taller porque a la rubia del grupo se le ocurrió sacar la tarjeta de memoria de la cámara y la coló en la única posible ranura del coche, o el buscar alojamiento a escasas diez horas de llegar a nuestro destino para pasar la noche, a sabiendas de que podíamos acabar durmiendo en el coche.

El alojamiento, un verdadero lujo. Hemos tenido suerte en casi todos (y digo eso porque en un pueblo la “vieja de las pelotas” que llevaba el bed-and-breakfast era una pedorra y no fue nada lo que esperábamos). 

Los escoceses son gente muy acogedora y amable, sonriente y servicial. Pasábamos la noche en una casita, madrugábamos, me arreglaba un poco (más por tapar las ojeras que por estar mona) e íbamos a desayunar un “typical english breakfast” que pasábamos digiriendo el resto de la mañana-tarde. Pagábamos, nos montábamos el coche y seguíamos con nuestro viaje.



Hemos descubierto muchas cosas nuevas, como que mi amiga es más gafe de lo previsto, que las vacas de escocia son super peludas y que quiero una, que Edimburgo no se pronuncia “edimburg” sino “edimbro”, que todos los españoles que no están en el país están en Gran Bretaña, que se pueden hacer cincuenta fotos a lo mismo porque “así elegimos luego la que nos gusta”, que cuando estamos cansados nos da por hacer el idiota y que cuando pluralizo es para que no se sepa que la que hace el idiota solo soy yo y los demás se limitan a reírse.

Nombres de castillos imposibles, acento escocés inentendible, comida típica que no probamos (pasando de tripas) y postres típicos de devoramos y repetimos.



Parece mentira que diez días hayan pasado tan rápido. Londres, Glasgow, Skye, Inverness, Kinross, Edinburgh, son solo los nombres de donde hemos pasado una noche por lo menos, pero cada día visitábamos por lo menos dos más.

Una paliza, pero ha merecido la pena.

Ha merecido la pena por lo vivido, las fotos, los videos, los recuerdos, y la compañía.

Vuelvo a mirarles, a pensar en que la canción que se me ha pegado este viaje es "super freak de Rick James" y a pensar en lo que les quiero a los dos. 

No veo el momento de volver a viajar con ellos. 



domingo, 17 de marzo de 2013

De buena Ley


He dormido más horas que un oso hibernando y me creía por ello capaz de soportar cualquier cosa que se me pudiera por delante.

Casi cualquier cosa.

Cojo el mando de la tele  y a la vez que enciendo el televisor apago mi cerebro, porque son dos elementos incompatibles y eso es un hecho. Cambio, cambio, cambio, Los Serrano otra vez, cambio, cambio, cambio, paro. Cojo la manta, me cubro entera, miro el reloj y son las 11 de la mañana, muy pronto para ponerme una copa que acompañe lo que he decidido dejar puesto.

De Buena Ley. PRO-GRA-MÓN.

Casos falsos que se llevan a juicio con un juez falso, donde el populacho da su opinión (que suele limitarse a insultar a partes iguales a demandante y demandado) sobre el hecho en cuestión y que, tras un rato de echar la culpa al otro, al estado, al rock and roll, y a sus madres que las visten como “eso”, vuelve la juez falsa dictando sentencia y surge nuevamente el amor entre todos y todos acatan lo que se dice.

Atónita me hallo. Este programa me tiene loca de amor, es el sueño de cualquier español, salir en la televisión dando su opinión sobre temas de los que no tiene ni la más remota idea y pudiendo insultar. Un todo en uno.

Raro es que ninguno haya pedido el micrófono para saludar a sus familiares.

Mientras veo este programa y me meto con todos los que participan en él, me doy cuenta de yo soy uno de ellos, porque yo estoy viendo este programa, yo estoy opinando, yo me estoy transformando en una de esas señoras de setenta años que van con un abanico que hace mejor trabajo sonando que quitando el calor y que aplauden cada dos frases para enfatizar su apoyo al demandado.


¿Debería ponerme a coser?, ¿Debería ya empezar a llamar a mis amigos por todos los nombres que se me ocurran antes del suyo?, ¿Debería llamar a Sandro Rey por las noches para preguntarle mi buenaventura?

Cambio de canal, aún es demasiado pronto para convertirme en una señora.

Decido buscar un canal donde no sea falso todo lo que se dice, donde no me de vergüenza ajena todo el reparto del programa, donde no pongan anuncios cada tres minutos de emisión.

Disney Channel.

Toma ya, da gusto madurar. 

miércoles, 13 de febrero de 2013

San Valentín


El día para vomitar purpurina, llorar estrellas de caramelo y miccionar confeti. El día donde la cursilería desbordante no está mal vista del todo y donde las marcas de chocolate hacen la caja que no conseguirán en todo el verano (porque nadie quiere bombones en verano, te pringas demasiado las manos).

El catorce de febrero, tan querido como repudiado. El porcentaje de gente amante del rosa y los corazones de peluche, es casi tan grande como el de gente que considera ese día como el más propicio para ver una película de zombies mientras come carpaccio.

Novios desesperados buscando flores para no fallar a novias cursis, que exigen un regalo que les demuestre el amor que conlleva la relación que tienen. Eslóganes en todas las tiendas que te invitan a gastarte el dinero en una “mierdacosa” que al día siguiente te vas a arrepentir de haber querido o regalado.

Y para mí, los mejores, las parejas que se regalan cosas de broma y en verdad están esperando ver la reacción del otro. Yo soy una de esas, lo admito. Me meto en los chinos a comprar idioteces para envolverlas y darlas.

Consumismo señores. Consumismo cursi, ñoño y adolescente. Qué manera de involucionar más tierna. Vamos para atrás, sí, pero con peluches y rosas rojas, al más puro estilo teenager.

Yo la verdadera excusa que tengo para celebrarlo es, que es el cumpleaños de una amiga, que ya es mala suerte nacer en la fiesta de cupido, con la de días no-cursis que hay en todo el año.

Lo dicho, muchísimas felicidades colegui.

Y a los enamorados, que os sea leve el catorce. 

viernes, 8 de febrero de 2013

Invierno


Con una taza de té humeante agarrada con las dos manos, sentada en el poyete de la ventana con una manta por encima, viendo cómo llueve y golpean las gotas el asfalto, y a los apresurados peatones que han olvidado sacar el paraguas, y escuchando a Johnny Cash.

Eso es lo que yo disfrutaría de los días de invierno. Y si me añades una chimenea, ya, ni te cuento.

Pero no. Los inviernos en Madrid para el común de los mortales no son una estampa para recordar y disfrutar a todas horas. Hace frío seco, viento incómodo y la lluvia suele no avisar.

 Es traicionero, el Murphy de las estaciones.

 Espera a que te dejes en casa las gafas de sol para brillar más que en agosto en la costa de levante, y basta que te pongas zapatos formales para que diluvie y parezca que vas calzada con una maqueta del arca de Noé.

No parece que tengamos tiempo de sentarnos a ver caer la lluvia, o ganas de quitarnos la bufanda que nos da treinta vueltas al cuello y que podríamos usar para saltar a la comba. Gente que te inspira impulsos homicidas porque casi te saca un ojo con el paraguas, fumar por vicio pero saliendo a la intemperie con desgana. Los planes de noche te los piensas dos veces (que si ropero para el abrigo que te lo cobran como si les pidieras que de paso te lo lavaran en seco, que si con este tiempo mejor plan de "peli", que si andando ni de broma y no tengo para taxis).

Te pones guantes y te debates entre escribir en el whatsapp y jugarte el perder los dedos por congelación, o seguir con ellos puestos. El calor humano del metro ya no te parece tan desagradable y bendices al inventor del nórdico.

El invierno nos trastoca, nos apaga el buen humor constante. Somos gente de cañas, de solazo y de terraza. 

¡Moción de censura a el invierno!



Llegará el verano y volveremos a quejarnos. pero eso de quejarnos por todo también es muy nuestro. Muy mío.

lunes, 28 de enero de 2013

Devorando libros


Últimamente estoy devorando libros. Debe de ser porque tengo que estudiar y ya no encuentro otro modo de aplazar las obligaciones, todo es mejor que estudiar, incluso una película albano-kosovar subtitulada en suramericano.

Volviendo a los libros de lectura, pues eso, desde hace dos semanas no paro de leer: en el metro, de camino al trabajo, entre una clase y otra en la universidad mientras los demás se socializan, antes de dormir. Es un verdadero gusto ser consciente de que aún lo electrónico no ha podido conmigo, no del todo.

El vicio comenzó en casa de mi abuela, cuando me recomendó un libro diciendo que era un “besseler”.  No me suelo fiar mucho de esas cosas, anda que no hay bazofia con alarde de obra maestra, pero bueno, cedí.

Cojo el libro, me fijo en la portada, el autor (que no me suena de nada pero oye, qué nombre más curioso, y exótico), abro el libro y lo huelo (sí, otro dato raro sobre mí: me gusta el olor de los libros, cada uno huele distinto, su ADN está en el olor) y evito leer la contraportada porque no soporto que me den datos sobre lo que voy a leer, ya me iré enterando.

me despido de mi abuela, me marcho de su casa y empiezo a leerlo mientras espero el autobús. Era uno de esos días a los que nos hemos acostumbrado los madrileños, un día con huelga de transporte, y dicho aparato automovilístico podía llegar con un margen de diez a cincuenta minutos.

Y sin darme cuenta veo que a la mañana siguiente ya me lo he leído y que quiero seguir leyendo libros de este autor. Se lo devuelvo a mi abuela, no sin olvidarme de contarle lo mucho que me ha gustado, “hombre, leyéndotelo en menos de un día, entiendo que te ha gustado, chata”, a lo que no contesto, porque anda que no me he tragado tochos infumables el día antes de un examen.

Pero esta vez no, esta vez sí que lo había devorado por placer.

Para sorpresa mía, mi abuela tenía otro. Lo devoré en casi el mismo tiempo. Lo devolví y decidí tirar de la biblioteca de casa de mis padres (si papá, te robo libros cuando no estás, pero tampoco te has dado cuenta), que ya que estaba retomando el placer de leer, mejor no abandonarlo.

Y aquí estoy, empapada de historias fascinantes sobre personas viviendo entre guerras, amigos que se separan por motivos ajenos y la influencia de la cultura del país de origen en la vida de cada uno de los personajes.

Solo espero seguir prefiriendo el libro a la televisión. Aunque sea una temporada más.


viernes, 11 de enero de 2013

el miedo tonto


No se vosotros, pero rara vez no me entra la risa cuando estoy pasando miedo.

 No me refiero al miedo con las películas (no entiendo el placer en sufrir viendo terror en la pantalla, no lo entiendo), sino miedo en una situación vivida, un momento en el que tema por mi integridad física.

Me da la risa, es inevitable.

Ya os hice una pequeña mención en alguno de mis posts acerca de la cantidad de cosas bizarras que me pasaron el verano que fui con una amiga a Estados Unidos, así que no es de extrañar que en alguna de esas historias pasase miedo. Y me diera la risa. Miedo a carcajadas, vaya.

Os ubico: 9 de la noche, antojo de comer guarradas, cogemos el coche y decimos “¡Hala!, nos vamos a Wendy´s, que no lo conocemos y a ver qué tal está”. Craso error, pues los horarios en la mitad del mundo no son los de los españoles y a esa hora están cerrados la mitad de los sitios, si no todos.  

Damos un par de vueltas alrededor de dicho restaurante, nos convencemos de que la luz está apagada y no hay nadie dentro ni comiendo ni trabajando, maldecimos a todos los americanos y sus horarios y nos vamos en busca de cualquier lugar donde nos den de cenar a las 10 de la noche.

Aparcamos,  miramos a nuestro alrededor y vamos directas como mosquitos hacia la luz del neón de “Subway” porque “total, ahí también nos ponen de todo que no es sano”.

Entramos, y empezamos a pedir (para los que no conozcan este sitio, puedes elegir TODO, hacer el bocadillo del pan que quieras y rellenarlo hasta que tengas que desencajar la mandíbula para dar un mordisco minúsculo), obviamente fue tal la abrumación al ver el tamaño de esos bocadillos, que nosotras pedimos uno para compartir mientras nos quedamos observando a el chico negro que estaba pidiendo después de nosotras.
                                                   
Sí, se dice negro y no es racista, porque el color es negro y el mío es blanco y es lo que toca.

Volviendo al “Subway”, el chico negrito que estaba pidiendo estaba volviendo loca a la chica que le atendía, pedía una cosa, luego que la quitaran, luego que la calentaran y la pusieran, luego que la quitaran y pusieran primero una salsa…. así que, como era de esperar, mi amiga y yo muriendo de la risa tonta porque era surrealista la situación.

¿En qué desembocó eso?  En un chico negro que empezó intentando tontear y acabó amenazándonos de muerte porque no entendía el motivo de la risa (¿cómo explicarle que nosotras tampoco?).

Salimos corriendo del sitio, bocata en mano, hacia el coche. Tumbamos los asientos, cerramos con pestillo, apagamos a luz y seguimos comiendo, a carcajada limpia y con ganas de acabar para salir corriendo hacia casa, mientras que mi amiga encontró más gracioso aún inventarse que venía el chico y yo, mezclaba la risa con el llanto de miedo.

¿Que podíamos haber ido a casa a comer?, por supuesto, pero… ¿y la anécdota?