lunes, 28 de enero de 2013

Devorando libros


Últimamente estoy devorando libros. Debe de ser porque tengo que estudiar y ya no encuentro otro modo de aplazar las obligaciones, todo es mejor que estudiar, incluso una película albano-kosovar subtitulada en suramericano.

Volviendo a los libros de lectura, pues eso, desde hace dos semanas no paro de leer: en el metro, de camino al trabajo, entre una clase y otra en la universidad mientras los demás se socializan, antes de dormir. Es un verdadero gusto ser consciente de que aún lo electrónico no ha podido conmigo, no del todo.

El vicio comenzó en casa de mi abuela, cuando me recomendó un libro diciendo que era un “besseler”.  No me suelo fiar mucho de esas cosas, anda que no hay bazofia con alarde de obra maestra, pero bueno, cedí.

Cojo el libro, me fijo en la portada, el autor (que no me suena de nada pero oye, qué nombre más curioso, y exótico), abro el libro y lo huelo (sí, otro dato raro sobre mí: me gusta el olor de los libros, cada uno huele distinto, su ADN está en el olor) y evito leer la contraportada porque no soporto que me den datos sobre lo que voy a leer, ya me iré enterando.

me despido de mi abuela, me marcho de su casa y empiezo a leerlo mientras espero el autobús. Era uno de esos días a los que nos hemos acostumbrado los madrileños, un día con huelga de transporte, y dicho aparato automovilístico podía llegar con un margen de diez a cincuenta minutos.

Y sin darme cuenta veo que a la mañana siguiente ya me lo he leído y que quiero seguir leyendo libros de este autor. Se lo devuelvo a mi abuela, no sin olvidarme de contarle lo mucho que me ha gustado, “hombre, leyéndotelo en menos de un día, entiendo que te ha gustado, chata”, a lo que no contesto, porque anda que no me he tragado tochos infumables el día antes de un examen.

Pero esta vez no, esta vez sí que lo había devorado por placer.

Para sorpresa mía, mi abuela tenía otro. Lo devoré en casi el mismo tiempo. Lo devolví y decidí tirar de la biblioteca de casa de mis padres (si papá, te robo libros cuando no estás, pero tampoco te has dado cuenta), que ya que estaba retomando el placer de leer, mejor no abandonarlo.

Y aquí estoy, empapada de historias fascinantes sobre personas viviendo entre guerras, amigos que se separan por motivos ajenos y la influencia de la cultura del país de origen en la vida de cada uno de los personajes.

Solo espero seguir prefiriendo el libro a la televisión. Aunque sea una temporada más.


viernes, 11 de enero de 2013

el miedo tonto


No se vosotros, pero rara vez no me entra la risa cuando estoy pasando miedo.

 No me refiero al miedo con las películas (no entiendo el placer en sufrir viendo terror en la pantalla, no lo entiendo), sino miedo en una situación vivida, un momento en el que tema por mi integridad física.

Me da la risa, es inevitable.

Ya os hice una pequeña mención en alguno de mis posts acerca de la cantidad de cosas bizarras que me pasaron el verano que fui con una amiga a Estados Unidos, así que no es de extrañar que en alguna de esas historias pasase miedo. Y me diera la risa. Miedo a carcajadas, vaya.

Os ubico: 9 de la noche, antojo de comer guarradas, cogemos el coche y decimos “¡Hala!, nos vamos a Wendy´s, que no lo conocemos y a ver qué tal está”. Craso error, pues los horarios en la mitad del mundo no son los de los españoles y a esa hora están cerrados la mitad de los sitios, si no todos.  

Damos un par de vueltas alrededor de dicho restaurante, nos convencemos de que la luz está apagada y no hay nadie dentro ni comiendo ni trabajando, maldecimos a todos los americanos y sus horarios y nos vamos en busca de cualquier lugar donde nos den de cenar a las 10 de la noche.

Aparcamos,  miramos a nuestro alrededor y vamos directas como mosquitos hacia la luz del neón de “Subway” porque “total, ahí también nos ponen de todo que no es sano”.

Entramos, y empezamos a pedir (para los que no conozcan este sitio, puedes elegir TODO, hacer el bocadillo del pan que quieras y rellenarlo hasta que tengas que desencajar la mandíbula para dar un mordisco minúsculo), obviamente fue tal la abrumación al ver el tamaño de esos bocadillos, que nosotras pedimos uno para compartir mientras nos quedamos observando a el chico negro que estaba pidiendo después de nosotras.
                                                   
Sí, se dice negro y no es racista, porque el color es negro y el mío es blanco y es lo que toca.

Volviendo al “Subway”, el chico negrito que estaba pidiendo estaba volviendo loca a la chica que le atendía, pedía una cosa, luego que la quitaran, luego que la calentaran y la pusieran, luego que la quitaran y pusieran primero una salsa…. así que, como era de esperar, mi amiga y yo muriendo de la risa tonta porque era surrealista la situación.

¿En qué desembocó eso?  En un chico negro que empezó intentando tontear y acabó amenazándonos de muerte porque no entendía el motivo de la risa (¿cómo explicarle que nosotras tampoco?).

Salimos corriendo del sitio, bocata en mano, hacia el coche. Tumbamos los asientos, cerramos con pestillo, apagamos a luz y seguimos comiendo, a carcajada limpia y con ganas de acabar para salir corriendo hacia casa, mientras que mi amiga encontró más gracioso aún inventarse que venía el chico y yo, mezclaba la risa con el llanto de miedo.

¿Que podíamos haber ido a casa a comer?, por supuesto, pero… ¿y la anécdota?