El día para vomitar purpurina, llorar estrellas de caramelo
y miccionar confeti. El día donde la cursilería desbordante no está mal vista
del todo y donde las marcas de chocolate hacen la caja que no conseguirán en
todo el verano (porque nadie quiere bombones en verano, te pringas demasiado
las manos).
El catorce de febrero, tan querido como repudiado. El porcentaje
de gente amante del rosa y los corazones de peluche, es casi tan grande como el
de gente que considera ese día como el más propicio para ver una película de
zombies mientras come carpaccio.
Novios desesperados buscando flores para no fallar a novias
cursis, que exigen un regalo que les demuestre el amor que conlleva la relación que
tienen. Eslóganes en todas las tiendas que te invitan a gastarte el dinero en
una “mierdacosa” que al día siguiente te vas a arrepentir de haber querido o
regalado.
Y para mí, los mejores, las parejas que se regalan cosas de
broma y en verdad están esperando ver la reacción del otro. Yo soy una de esas,
lo admito. Me meto en los chinos a comprar idioteces para envolverlas y darlas.
Consumismo señores. Consumismo cursi, ñoño y adolescente. Qué
manera de involucionar más tierna. Vamos para atrás, sí, pero con peluches y
rosas rojas, al más puro estilo teenager.
Yo la verdadera excusa que tengo para celebrarlo es, que es
el cumpleaños de una amiga, que ya es mala suerte nacer en la fiesta de cupido,
con la de días no-cursis que hay en todo el año.
Lo dicho, muchísimas felicidades colegui.
Y a los enamorados, que os sea leve el catorce.