Con una taza de té humeante agarrada con las dos manos, sentada
en el poyete de la ventana con una manta por encima, viendo cómo llueve y golpean
las gotas el asfalto, y a los apresurados peatones que han olvidado sacar el
paraguas, y escuchando a Johnny Cash.
Eso es lo que yo disfrutaría de los días de invierno. Y si
me añades una chimenea, ya, ni te cuento.
Pero no. Los inviernos en Madrid para el común de los
mortales no son una estampa para recordar y disfrutar a todas horas. Hace frío
seco, viento incómodo y la lluvia suele no avisar.
Es traicionero, el
Murphy de las estaciones.
Espera a que te dejes
en casa las gafas de sol para brillar más que en agosto en la costa de levante,
y basta que te pongas zapatos formales para que diluvie y parezca que vas
calzada con una maqueta del arca de Noé.
No parece que tengamos tiempo de sentarnos a ver caer la
lluvia, o ganas de quitarnos la bufanda que nos da treinta vueltas al cuello y
que podríamos usar para saltar a la comba. Gente que te inspira impulsos
homicidas porque casi te saca un ojo con el paraguas, fumar por vicio pero
saliendo a la intemperie con desgana. Los planes de noche te los piensas dos
veces (que si ropero para el abrigo que te lo cobran como si les pidieras que
de paso te lo lavaran en seco, que si con este tiempo mejor plan de "peli", que
si andando ni de broma y no tengo para taxis).
Te pones guantes y te debates entre escribir en el whatsapp
y jugarte el perder los dedos por congelación, o seguir con ellos puestos. El calor
humano del metro ya no te parece tan desagradable y bendices al inventor del
nórdico.
El invierno nos trastoca, nos apaga el buen humor constante.
Somos gente de cañas, de solazo y de terraza.
¡Moción de censura a el invierno!
Llegará el verano y volveremos a quejarnos. pero eso de quejarnos por todo también es muy nuestro. Muy mío.
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