sábado, 31 de agosto de 2013

Un premio Nobel

Me da lo mismo blanco que negro, hombre que mujer, joven que viejo. Un Nobel de la paz no va a la guerra. Ni amenaza con ella.

Ya basta de justificar la guerra como la forma de llegar a la calma, todos sabemos que es por intereses económicos y territoriales. Y por estúpidos enfrentamientos entre unos y otros países de los que se consideran primeras potencias mundiales.

Vergüenza tendría que darles estar vendiendo armas a los países más pobres del planeta y luego escandalizarse porque estallan guerras civiles.

¿A qué nivel de cinismo hemos llegado cuando nos creemos que podemos llegar a un sitio e imponer nuestras propias normas? ¿Qué es eso de amenazar con bombardear DURANTE TRES DÍAS una ciudad agotada de sufrir ataques de sus propios ciudadanos?

Hasta qué punto egoísta hemos llegado si lo único que nos interesa es el poder (en cualquiera de sus formas) y lo enmascaramos haciendo creer al resto de la gente que son actos de buena fe.

Y lo que más indignada me tiene… ¿por qué los países pudientes se comportan como los padres autoritarios de los países más pobres?

Claramente, algo hay que hacer para frenar esta locura de ataques químicos contra la población civil de Siria, pero la guerra no se acaba con más guerra.  El terror no finaliza asustando. 

Los países del primer mundo llegamos allí, luchamos, vencemos o no, volvemos, o nos quedamos un tiempo y defendemos. Pero el horror de la guerra se queda allí en forma de pérdidas familiares, casas derruidas, un pasado lapidado por los restos.

Se queda allí para siempre.

Luego todos nos conmovemos con la foto de los niños cabizbajos, llenos de polvo y con ropas roídas. Pero esa foto no se habría tomado de no ser porque seguimos peleando con armas y solucionando los conflictos a través de amenazas.

Uganda, Bosnia, Afganistán. Es llegar el primer mundo, marear un poco la perdiz, y dejar las cosas peor de lo que estaban. Pero eso sí, nos contentamos con pensar que la intención es lo que cuenta, ¿no?

Un Nobel de la paz no va a la guerra. Un Nobel de la paz no amenaza con atacar. Un Nobel de la paz no justifica el sufrimiento.


Un Nobel de la paz con dos dedos de frente devuelve el premio si no es coherente con él. 


viernes, 16 de agosto de 2013

Por trece céntimos

Volvía yo a mi casa esta mañana feliz de haber hecho todos los recados, con un par de lienzos nuevos para entretenerme en casa y pensando qué hacer para comer porque, para variar, se me ha olvidado descongelar comida y ya ves tu que pereza otra vez arroz. 

Llego a la parada de autobús, miro la pantalla de horarios.

Quince minutos enteros y verdaderos para que llegue el bus. Madre del Señor, cómo se nota agosto en la capital.



Apoyo los lienzos en la pared, saco los cascos, voy a poner música… y le veo. Vamos que si le veo. Con su carpetita y su chaleco, elementos distintivos de aquellos que quieren que te afilies a su causa.

Esa gente a la que siempre ignoramos o evitamos, o nos inventamos que ya somos socios o nos hacemos pasar por extranjeros (yo cuelo por sueca, vosotros no se).

Pero hoy no me perseguía nadie y tenía quince minutos para verlas venir, así que hemos charlado un rato.
Al principio yo muy fría, total, era hasta que viniera el bicho rojo con ruedas e irme corriendo diciendo que ya me lo pienso y me hago socia por internet.

Me fijo en su mano. Tiene una bolsa pequeña con algo pastoso dentro. El chico se da cuenta y me lo da.
“Es lo que comen los niños de los campos de refugiados. Tres bolsas al día de esto tienen los nutrientes básicos para un día”, me dice.

Me quedo helada. Tres jodidas bolsas al día de eso para no morir desnutridos. Para vivir.

Me dice el chico, aprovechándose de mi estado catatónico y pensativo, que son doce euros al mes y que si me hago socia.

Doce euros al mes, son trece céntimos la bolsita. Trece céntimos por comida. Poco más de cincuenta céntimos diarios para comer y poder hacer algo para su futuro.

Me he hecho socia, claramente. Basta con tocarme la fibra sensible (ya van tres ONG en lo que va de año, ya les vale, al final voy a acabar manteniendo yo la lucha contra la pobreza en el mundo).


Pensadlo, por favor. Doce euros al mes para salvar una vida. Pequeños actos que hacen de nosotros mejores personas y un mundo un poco menos desigual. 

jueves, 8 de agosto de 2013

Nos gusta equivocarnos

Somos animales de costumbres. Tanto de las buenas como las malas.

Cuando rellenamos encuestas tenemos que tachar los apellidos porque no habíamos visto que se escribían en el renglón siguiente, repetimos de discoteca aun a sabiendas de que vas a beber matarratas y la posibilidad de despertarte en un carguero rumbo Noruega es factible, nos volvemos a poner esos tacones tan ideales que no son más que cuchillas muy maquilladas, volvemos a meternos el trozo de pizza en la boca porque igual ya no quema… y si, quema igual.

Pero no nos importa.

Porque equivocarse da pie a anécdotas, nos empuja a pensar y plantearnos cosas, nos ayuda (a algunos más que a otros) a buscar soluciones a aquello que nos inquieta.

Y en verdad nos gusta equivocarnos, y que los demás lo hagan. Sobretodo que los demás lo hagan.

Yo, aunque parezco una persona dulce y tierna, soy una mala perra a la que le gusta reírse del error ajeno más de lo necesario. De hecho, cada vez que voy a un museo lo que más me gusta hacer es mirar al techo y ver como la gran mayoría de los ahí presentes me imitan (supongo que pensarán que hay algo interesante, angelicos), o si veo una baldosa suelta en la acera, me siento en un banco y cuento la gente que se tropieza.

Sí, soy lo peor, pero como yo doy tanto pie a mofa con la de veces que me confundo al día, es mi dosis de venganza social general.

Al fin y al cabo, como siempre digo, estamos compuestos de pequeñas cosas y todo, incluidos los errores, confusiones, caídas, tropezones, incongruencias… nos conforma y nos hace tal y como somos.

Y los que se creen perfectos o alardean de ello es que no se han caído en público las veces necesarias para ser considerados personas



y con todo ello, qué genial es ser así de imperfecto. 


martes, 6 de agosto de 2013

Me he enamorado

Me he enamorado.

Tengo facilidad para ello, de hecho me paso el día enamorándome de cosas fútiles, tangibles, caducas.

Dato: No sigáis leyendo sin escuchar a la vez la canción.


 Me enamoro de la luz de Madrid cuando está amaneciendo tras una noche en vela, porque me he bebido dos botellas de dos litros (“ojo-cuidao”) de Coca-Cola para acabarme la cuarta temporada de “Sons of Anarchy”, de la cual también estoy enamorada.

Me enamoro de los vinilos y la sensación de antigua  belleza y aprecio que me producen. Me enamoro del sonido del reproductor y de cómo la aguja roza el enorme disco para tocarlo sin herirlo. Me enamoro de las portadas de los vinilos que poco a poco estoy adquiriendo.

Me enamoro de la música, de la que uso para relajarme, para bailar, para cocinar o para salir de fiesta. Me enamora la necesidad de escuchar música.

Me enamoro de la risa de mis amigos entre tintos de verano y olor a fritanga del bar de abajo.

Me enamoro de la sencillez del niño que había en el metro que saludaba a todos los pasajeros fueran como fueran. Cosas que tiene la inocencia infantil, que no distinguimos ni razas, ni estatus ni capacidad intelectual o económica.

Me enamoro del maletín de pinturas que me regalaron por mi cumpleaños y que uso para pintar cuadros que luego comparto con mis amigos para ver lo que les produce o despierta, (“pero qué es eso, Sara, no se entiende nada”).



Me enamoro de sus reacciones. Me enamoro locamente de mis amigos y doy gracias por tenerlos.

Me enamoro de los mensajes de whatsapp inesperados y de los emoticonos absurdos (bendita berenjena).

Me enamoro de una Batucada improvisada en plena calle que nos lleva a bailar como locos entorno a ellos mientras suenan instrumentos de percusión imposibles de pronunciar incluso sobrios.

Me enamoro del color de los árboles y del movimiento del agua del mar.

Y  soy muy feliz. Feliz de ser capaz de enamorarme constantemente de cosas que me alegran y me aportan paz interior. Soy feliz porque lo puedo compartir con los que quiero y con los que ni siquiera conozco.