domingo, 21 de octubre de 2012

el piano bar


Hace unos años pasé un mes de vacaciones en Florida con una amiga. Fue uno de estos viajes de “si te cuento todas las anécdotas no paro” y “lo que no me haya pasado allí, es que no puede pasarme”.

Quería compartir con vosotros una de las vivencias de ese viaje, para intentar expresar la magia de los planes improvisados y cómo algo que parece el culmen de las malas ideas puede convertirse en uno de los recuerdos de tu vida.

Tras un intento fallido de entrar en una discoteca de Miami, puesto que yo aun no era mayor de edad en Estados Unidos (con lo que yo he sido, de colarme en todas partes…), mi amiga y yo nos pusimos a deambular por la zona de la playa a la búsqueda y captura de algún lugar donde nos pusieran un daiquiri del tamaño de una bañera, como en noches anteriores.

“Piano Bar”. El cartel del local no decía nada más, nos pareció un sitio cuco a la par que poco agobiante. Ahí nos metimos, pero en qué momento…

Mientras yo ocupaba una mesa alta con un par de sillas, mi amiga se acercaba a la barra y pedía la carta de cócteles. Yo miraba a todos lados sin fijarme en nada en concreto. Muchas parejas, un sitio limpio, un chico tocando el piano al fondo con varias partituras para que la gente eligiera la canción que iba a tocar… vuelve mi amiga a la mesa, se me acerca al oído y me dice “Sara, no te asustes aun, pero creo que estamos en un local de putas”. Vuelvo a mirar a mi alrededor y me percato que de parejas nada: hay un viejo con una negra altísima y estilosamente corta de falda, un hombre inmenso con dos chinitas riéndole las ¿gracias? y tocándole los brazos y el pelo. “O todos tienen mucha suerte en este bar, o son pilinguis” me comenta mi amiga al oído.

“Bueno, no entremos en pánico, si se nos acerca un hombre me das un beso en los morros y así ve que no tiene posibilidades”, esa fue mi ocurrencia, para que veáis mi carente agilidad mental cuando estoy tensa.

Total, le digo a mi amiga que voy al baño un segundo y nos vamos de ahí. Abro la puerta hacia los baños y efectivamente… un pasillo largo lleno de habitaciones con código para entrar, así que ni baño ni nada, salgo tocando lo mínimo las puertas de la grima que me estaba dando pensar lo que podía pasar ahí y decidimos irnos a otro sitio.

Salimos muertas de la risa y hablando a gritos en español, y según cruzábamos la salida oímos a alguien gritar “¿españolas?”, nos giramos, un hombre con bastante buena pinta hablando con una mujer, “si, de Madrid”, contestamos. Nos miramos los cuatro y el hombre, eufórico nos dice “españolas, ¡que acento más bonito! !Bienvenidas a mi local! ¡Invitadas a una copa!”.

Y hala, de vuelta al interior, esta vez con el dueño del sitio invitándonos a una copa y de charleta con las prostitutas. Aparecieron dos amigos nuestros (gracias a Dios que respondieron a nuestra llamada de venid a rescatarnos, perros del infierno) y seguimos allí de copeo y risas. No supimos como, pero acabamos cantando con el pianista canciones de Juan Luis Guerra, con un pedal digno de un general checheno y abrazadas a todo el que se nos acercaba a hablar, ya fueran las trabajadoras, la camarera, el pianista o el jefe del cotarro.

Afirmo, sin duda alguna, que es una de las noches que mejor me lo he pasado de toda mi vida.

Dedujimos mi amiga y yo que también se lo hicimos pasar bien a la gente de allí con nuestros cánticos y nuestros bailes, pues una semana más tarde una “trabajadora del amor” de ese local nos reconoció por la calle y nos plantó un par de abrazos de esos que das a un amigo que acaba de venir de un viaje de seis años.

La improvisación como telón de fondo de esta historia y la moraleja de “debemos evitar los prejuicios, por muy obvios que sean”.

Pd: pido perdón a mi amiga cuando lo lea, sé que faltan detalles, pero tu mejor que nadie sabes que contado siempre queda mejor. 

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