Miro por la ventana del tren.
Las 11 de la mañana, dirección Kingscross, Londres. Parece
que el viaje empezó ayer y miradnos, de vuelta a casa. Maldigo mentalmente al “Paqui”
que llevaba el bed-and-breafast de Edimburgo, porque no nos avisó del cambio de
hora y de chiripa nos han salido las cosas bien.
Me giro, miro a mis dos compañeros de batalla, los dos
inmersos en su agotamiento y cada uno luchando contra el cansancio a su manera (ella,
intentando dormir algo; él, trasteando con la tablet). Vuelvo a mirar por la
ventana.
¿Qué puedo contar de este viaje? 10 días entre Londres y Escocia,
un coche, más de 800 millas recorridas, cada noche una ciudad distinta donde
dormir, cada día un paisaje distinto que fotografiar. La sensación de bajar la
ventanilla del coche y tocar la nieve con la mano, pues alcanzaba el metro
sesenta de altura, los paisajes infinitos, los castillos antiguos, las ruinas
de abadías y palacios que te transportaban al medievo. Cascadas y colinas, llanuras y montañas, ríos y lagos infinitos.
Eso sí, un frío de padre y muy señor mío. Pocas veces he
llorado de frío en este viaje para lo “dramaqueen” que soy para esas cosas.
Discos de música en bucle que compramos para hacer la gracia
y a la segunda escuchada queríamos abrirnos las venas en canal (¿En serio hemos
comprado el disco de ABBA?, ¿En qué momento nos pareció buena idea? ¿En qué
momento nos pareció siquiera una idea?). Parada estratégica para comprar otros
dos discos, uno que no voy a nombrar porque solo el nombre produce vergüenza
ajena y otro de las canciones actuales.
Ha llovido poco, ha nevado mucho, el sol nos ha saludado en
muchas más ocasiones de las que nos esperábamos y nos ha permitido disfrutar
como enanos de cada momento. Era como ser parte del rodaje de una película de reyes en las cruzadas, de las batallas Jacobitas.
No han faltado momentos de problema, como la vez que tuvimos
que llevar el coche al taller porque a la rubia del grupo se le ocurrió sacar
la tarjeta de memoria de la cámara y la coló en la única posible ranura del
coche, o el buscar alojamiento a escasas diez horas de llegar a nuestro destino
para pasar la noche, a sabiendas de que podíamos acabar durmiendo en el coche.
El alojamiento, un verdadero lujo. Hemos tenido suerte en
casi todos (y digo eso porque en un pueblo la “vieja de las pelotas” que
llevaba el bed-and-breakfast era una pedorra y no fue nada lo que esperábamos).
Los escoceses son gente muy acogedora y amable, sonriente y servicial. Pasábamos la noche en una casita, madrugábamos,
me arreglaba un poco (más por tapar las ojeras que por estar mona) e íbamos a
desayunar un “typical english breakfast” que pasábamos digiriendo el resto de
la mañana-tarde. Pagábamos, nos montábamos el coche y seguíamos con nuestro
viaje.
Hemos descubierto muchas cosas nuevas, como que mi amiga es
más gafe de lo previsto, que las vacas de escocia son super peludas y que
quiero una, que Edimburgo no se pronuncia “edimburg” sino “edimbro”, que todos
los españoles que no están en el país están en Gran Bretaña, que se pueden
hacer cincuenta fotos a lo mismo porque “así elegimos luego la que nos gusta”,
que cuando estamos cansados nos da por hacer el idiota y que cuando pluralizo
es para que no se sepa que la que hace el idiota solo soy yo y los demás se
limitan a reírse.
Nombres de castillos imposibles, acento escocés inentendible,
comida típica que no probamos (pasando de tripas) y postres típicos de
devoramos y repetimos.
Parece mentira que diez días hayan pasado tan rápido. Londres,
Glasgow, Skye, Inverness, Kinross, Edinburgh, son solo los nombres de donde
hemos pasado una noche por lo menos, pero cada día visitábamos por lo menos dos
más.
Una paliza, pero ha merecido la pena.
Ha merecido la pena por lo vivido, las fotos, los videos,
los recuerdos, y la compañía.
Vuelvo a mirarles, a pensar en que la canción que se me ha pegado este viaje es "super freak de Rick James" y a pensar en lo que les quiero a los dos.
No veo el momento de volver a viajar con ellos.
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