jueves, 7 de noviembre de 2013

Mi convivencia vecinal

Yo no era muy consciente de lo que es vivir en comunidad.

Siempre he vivido en piso, pero la responsabilidad de aguantar al resto de los vecinos era de mis padres. 

Eran los adultos. Los pringaos.

 Yo vivía feliz y ajena a lo que supone compartir un bloque de pisos. No pensaba rodearme con gente que no es ni remotamente parecida a mí, y que encima tiene ganas de “jarana”.

Pero la vida da muchas vueltas.

Yo me independicé -que pesada Sara, eso ya lo saben- y desde entonces he pasado a ser del club de los pringaos. De los que tienen que convivir. De los que no les vale vivir cerca de otros, sino que encima hay que aguantarlos.

Mi bloque es muy cuqui y por cuqui me refiero a pequeño. Creo que debo de bajar la media de edad en unos sesenta y cuatro años. Pero eso no impide que los vecinos quieran comunicarse.



Os voy a contar los rasgos más característicos de mis vecinos.


El vecino porrero: vive unos pisos por debajo de mí (eso seguro porque yo vivo en el último piso), aunque no se exactamente dónde. Eso no me impide, cada vez que abren la puerta de su casa, experimentar cómo el olor a porro impregna todo el bloque. No os miento si os cuento que cogiendo el ascensor más de una vez me he colocado.
Y amigos míos también.
No es del todo un incordio, que hay días que con el colocón te olvidas de tus problemas, pero entra en la lista de mis vecinos peculiares.

La “malfo”: o “pocofo” o “hacemuchoquenofo” porque ya tiene una edad. Esta  mujer centra su vida de dar por saco. Como yo soy la novedad, pues se ha decantado por mí. 
Decidió contar a los vecinos que soy una golfa y una porrera. SIN PRUEBAS. Digo yo, que si me acusa de algo, al menos que tenga datos para contrastar.
Que no digo que sea nada de eso, Dios me libre de ganarme la vida de mala manera, pero el perjurio es pecado y esta señora está más cerca del otro barrio que de este.
Lo que me consuela es que no es solo conmigo y que está de juicios con otros tres vecinos.
Toma ya.
Unos viejos pasan el día sentados en el parque, otros mirando las obras, y esta de juicio en juicio.
Menos mal que no vive sobre mí, que tiene fama de echar lejía a la ropa tendida de los demás.

La pareja cotilla: dignos abuelitos pegados a la mirilla de su puerta esperando  oír o risas, o gritos. En cuanto los oyen, (ojo “cuidao”)  se acercan a la puerta en cuestión para escuchar. A saber lo que saben de cada uno de los vecinos.

La “voyeur”: empezó siendo la simpática. La que se ofrecía a hacerme un tiramisú para una fiesta, la que decía que no nos preocupásemos por la “malfo” (obviamente ese nombre no lo usaba) que está como una carraca. 
Yo bajé la guardia y fui lo más simpática que puedo ser.
Y la cagué. Vamos que si la cagué.
Da igual la hora a la que salga por la puerta de casa. Ella lo intuye, o lo oye, o tiene un aviso luminoso, el caso es que abre su puerta en bata y empieza con el interrogatorio.
Dónde vas, y por qué a estas horas, y qué bien, y a ver cuando haces otra fiesta con tus amigos.

Tengo miedo.

Los demás vecinos son para otro día, que como veis, aquí hay para dar y regalar.

Os invito a conocerles.

 Igual monto un tour en el bloque y voy puerta por puerta presentándoos a la gente. Como si fuéramos chinos y yo fuera la china guía, esa que va con la banderita en alto para que no os perdáis mientras caminamos.


Me lo estoy planteando seriamente

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