Volvía yo a mi casa esta mañana feliz de haber hecho todos
los recados, con un par de lienzos nuevos para entretenerme en casa y pensando
qué hacer para comer porque, para variar, se me ha olvidado descongelar comida
y ya ves tu que pereza otra vez arroz.
Llego a la parada de autobús, miro la pantalla de horarios.
Quince minutos enteros y verdaderos para que llegue el bus.
Madre del Señor, cómo se nota agosto en la capital.
Apoyo los lienzos en la pared, saco los cascos, voy a poner
música… y le veo. Vamos que si le veo. Con su carpetita y su chaleco, elementos
distintivos de aquellos que quieren que te afilies a su causa.
Esa gente a la que siempre ignoramos o evitamos, o nos
inventamos que ya somos socios o nos hacemos pasar por extranjeros (yo cuelo
por sueca, vosotros no se).
Pero hoy no me perseguía nadie y tenía quince minutos para
verlas venir, así que hemos charlado un rato.
Al principio yo muy fría, total, era hasta que viniera el
bicho rojo con ruedas e irme corriendo diciendo que ya me lo pienso y me hago
socia por internet.
Me fijo en su mano. Tiene una bolsa pequeña con algo pastoso
dentro. El chico se da cuenta y me lo da.
“Es lo que comen los niños de los campos de refugiados. Tres
bolsas al día de esto tienen los nutrientes básicos para un día”, me dice.
Me quedo helada. Tres jodidas bolsas al día de eso para
no morir desnutridos. Para vivir.
Me dice el chico, aprovechándose de mi estado catatónico y
pensativo, que son doce euros al mes y que si me hago socia.
Doce euros al mes, son trece céntimos la bolsita. Trece céntimos
por comida. Poco más de cincuenta céntimos diarios para comer y poder hacer
algo para su futuro.
Me he hecho socia, claramente. Basta con tocarme la fibra
sensible (ya van tres ONG en lo que va de año, ya les vale, al final voy a
acabar manteniendo yo la lucha contra la pobreza en el mundo).
Pensadlo, por favor. Doce euros al mes para salvar una vida.
Pequeños actos que hacen de nosotros mejores personas y un mundo un poco menos
desigual.
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