Somos animales de costumbres. Tanto de las buenas como las malas.
Cuando rellenamos encuestas tenemos que tachar los apellidos
porque no habíamos visto que se escribían en el renglón siguiente, repetimos de
discoteca aun a sabiendas de que vas a beber matarratas y la posibilidad de
despertarte en un carguero rumbo Noruega es factible, nos volvemos a poner esos
tacones tan ideales que no son más que cuchillas muy maquilladas, volvemos a
meternos el trozo de pizza en la boca porque igual ya no quema… y si, quema
igual.
Pero no nos importa.
Porque equivocarse da pie a anécdotas, nos empuja a pensar y
plantearnos cosas, nos ayuda (a algunos más que a otros) a buscar soluciones a
aquello que nos inquieta.
Y en verdad nos gusta equivocarnos, y que los demás lo
hagan. Sobretodo que los demás lo hagan.
Yo, aunque parezco una persona dulce y tierna, soy una mala
perra a la que le gusta reírse del error ajeno más de lo necesario. De hecho,
cada vez que voy a un museo lo que más me gusta hacer es mirar al techo y ver
como la gran mayoría de los ahí presentes me imitan (supongo que pensarán que
hay algo interesante, angelicos), o si veo una baldosa suelta en la acera, me
siento en un banco y cuento la gente que se tropieza.
Sí, soy lo peor, pero como yo doy tanto pie a mofa con la de
veces que me confundo al día, es mi dosis de venganza social general.
Al fin y al cabo, como siempre digo, estamos compuestos de
pequeñas cosas y todo, incluidos los errores, confusiones, caídas, tropezones,
incongruencias… nos conforma y nos hace tal y como somos.
y con todo ello, qué genial es ser así de imperfecto.
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